martes, 27 de diciembre de 2011

Padre, hija, abuela.


¿Qué se puede decir ante una imagen como ésta?



Es injusto que falten las manos que más han cuidado esas manitas preciosas durante nueve meses. Pero no estaban lejos, apenas a medio metro. Descansando en la cama, mirando con media sonrisa cansada y feliz. Sólo ella puede sacar fuerzas de donde no las hay, superando los dolores y el peso del cuerpo agotado. Está como en otro mundo, fuera de nuestro alcance, donde seguramente el amor hacia una hija hace brotar la energía necesaria para superar las adversidades.

Desde la cama, de lado, ve a su niña con su padre, que con sonrisa boba aún trata de asimilar que es su hija, mientras coloca la manopla en la mano con cuidado. Qué fragilidad se siente, qué inocencia, qué alegría.

Luego se besan tiernamente, mamá y papá, y el mundo parece pararse en ese beso. Es suyo, les pertenece, nada ni nadie puede arrebatárselo. Ahora lo comparten con el mundo en forma de personita. Son, por fin, una familia. Mamá, papá, hija. Junto a ellos contemplan el marco los abuelos y tíos, emocionados, felices, uno más en la familia, y en Navidad.

Eso vería todo aquél que pase por la puerta, dos familias unidas en una nueva, tres generaciones en una misma habitación.

Así es el marco de esta imagen. Hoy apenas puedo escribir mucho más, porque como es injusto que falten esas manos, las palabras harían lo mismo con lo que siento.


Bienvenida, África. Te quiere, tu tío.


jueves, 15 de diciembre de 2011

El continente olvidado.

Paco, la persona con el corazón más grande que he conocido jamás. Hermano de sus hermanas, hijo amado de sus padres. Se fue hace mucho de casa lejos, muy lejos, al otro lado del charco, a vivir su vida. Abandonó la casa y el hogar para emigrar a tierras desconocidas y dejar todo por una llamada. Como ya dijo un gran amigo, no una llamada sólo de Dios, sino también del mundo. Respondió mochila al hombro, y allá se fue, en busca de quien le llamaba, a conocerlo cara a cara y a descubrirlo como es.

Dejó la comodidad y el calor de Valencia, por la calidez de los que le acogieron y le dieron una hamaca  de tela donde dormir.
Dejó a sus padres y hermanas, por los que sentía que eran sus hermanos, los más pobres.
Dejó sus pertenencias y bienes, por un macuto de lona y escasa ropa.
Dejó sus costumbres y cultura, por encontrarse y conocer nuevas vivencias y formas de vida.
Dejó sus libros y cuadernos, pero se llevó su memoria y los dos testamentos.
Dejó una puerta cerrada a formar una familia propia, por niños sin padres que le quieren como suyo.
Dejó todo esto y mucho más, por todo aquello que le dio Brasil.

Esperando a África...

Pero luego dejó Brasil, por Mozambique, en el que llama el continente olvidado: África. Y todo lo que dejó lo cambió por lo nuevo que llegaba una vez más. Mismo macuto, mismas ropas, mismos libros y más memorias, pero distinta familia. Pronto volverá de nuevo al Amazonas, y se reencontrará con lo que allí sembró.

Cuando algún día, un año de estos -que esperamos sea cuanto antes...- vuelva por Valencia por un tiempo, se encontrará con que la familia que forma ha crecido. Conocerá otra África, ésta más pequeña que la otra, pero frágil también, a su manera. Pero ésta África no será olvidada, ni mucho menos, pues tendrá dos padrazos como dos soles, y cuatro abuelos que se la comerán a besos y cariños, y 5 tíos que la cuidarán como si fuese su hija. Todo eso, y mucho más.

El mundo necesita más Áfricas como la recién nacida, felices y amadas. Pero también necesita conseguir que la otra, la vieja, colosal y casi olvidada, renazca de nuevo, amada y querida por todos.


Paco cuidará de ambas como si fuesen suyas. 


sábado, 3 de diciembre de 2011

María.

María se encorvaba sobre sí misma, bajo el peso de los años y sus frágiles huesos, acercándose al hijo de su sobrina. El niño jugueteaba nervioso con su piano electrónico, creyéndose un virtuoso del verdadero instrumento de cola. No dejaba de moverse, inquieto como siempre, el pelo liso y rubio acompañando sus rítmicas sacudidas. Intentaba una y otra vez tocar la melodía de despedida que sería de bienvenida aquella noche, su hermano volvía de un largo viaje, y quería recibirle con la tonadilla bien aprendida. Quería sentirse Chopin ante la familia.

Con un ojo en el revoltoso pianista, se afanaba en una de sus labores favoritas, la costura. Un remiendo por aquí, otro cosido por allá, y la prenda lista de nuevo para ser restregada por el suelo del parque. Eran días de verano, y se escapaba de su pequeña casita para acompañar a la familia aquí y allá, echando una mano donde fuese necesario. Su vida era un constante dar, vivir en la sencillez y la caridad, desviviéndose por los que le rodeaban. En silencio y siempre afaenada, aliviaba el día a día de los demás, así era ella. Acabó su labor y preparó las cosas. Bañador, toalla, cubo y pala, crema solar, gorrito. Allá abajo la playa era lamida por el mar con cada ola, mientras bajaba la marea. Era un buen momento para bajar, cuando el viento empezaba a agitar el pelo y la ropa tendida.

Dos figuras igual de delgadas atravesando la arena, una sonriente, calmada y tierna; la otra nerviosa y con ganas de comerse la playa entera. Hacían castillos con fosos poco profundos, volcanes que echaban humo al prender los periódicos en su interior. Paseaban arriba y abajo entre chapuzón y chapuzón. Sólo cuando las horas anunciaban la hora de comer entraban de nuevo en el recinto, para quitarse la arena que les rebozaba y nadar un rato en la piscina. Después, a lo de siempre, ducha para él, cocinitas para ella.

Por las tardes hacían los deberes juntos, merendaban bollos del horno del pueblo y leían el catecismo. Al terminar, se prepararon para la llegada de los demás, y marcharon todos a cenar, para celebrar el regreso.

Así pasaba los días María, con los que no eran hijos ni hermanos, sino sobrina y sobrinos-nietos. Ellos le querían con locura, pues era una mamá más, solo que con más años y más encorvadita. Les enseñó a vivir en el amor a los demás, como ella hacía, y a tantas otras cosas como sólo los abuelos hacen.

Las vistas del salón, el mar de fondo.

Ahora nos queda de ella los recuerdos en la mente, y los polvorones en Navidad. Se acercan las fechas de las reuniones familiares con los dulces en el centro de la mesa; sin los polvorones de la tía María no sería lo mismo. Ayer, fuimos al apartamento del Perelló, Ulises, para recoger los últimos trastos antes de empezar las obras que se llevarán por delante paredes y techos, pero no los recuerdos.

Para mi, Ulises es el lugar donde más tiempo pasé con la tía, a la que quise como a una madre. A menudo la recordamos aquí y allá con sus quehaceres, con su sonrisa, toda ella. Sonreímos por ella...



Por mucho que cambie la casa con las obras jamás olvidaré que allí nos cuidó y mimó, como a unos hijos, como su familia. 



jueves, 24 de noviembre de 2011

Sueños.

16 veces intenté desde la cama tomar esta instantánea, pero no es fácil cuando falta la luz y debes mantener el obturador abierto durante 5 segundos, manteniendo la cámara totalmente quieta. Aún así, se ve ligeramente borrosa, pues quería capturar tal cual es la escena que veo al acostarme cada día. Sin trípode, sin apoyo alguno, tan sólo dejando la cámara descansar en mi pecho y aguantar la respiración mientras se graba la imagen en el sensor. Esta es la vista desde mi cama.




Un principio algo técnico para una entrada de un blog que pretende ser más que una colección de fotografías, pero quería situarme bien antes de empezar. Llevo 29 años viviendo en esta misma habitación, pequeñita y aprovechada hasta su último rincón. La cama es necesariamente abatible, incómoda al estar abierta si quieres moverte por el hueco que queda entre ella y la mesa. Comodísima por las mañanas a la hora de hacerla, se estiran las sábanas mínimamente, se levanta y a hacer marcha. Hace unos años, cuando Rafa dejó libre la habitación de al lado me ofrecieron mudarme al otro lado de la pared, pero ¿por qué mudarse?. Ya estoy hecho a este color verde de la mesa, a los armarios y cajones, a las vistas invariables en el tiempo. Aquí nací, y aquí crecí y me crié, que así siga siendo.

Muchas noches, al acostarme, miro hacia la ventana, e imagino qué hace el mundo en ese momento. Mientras me cubro con la manta, ahora que hace fresco, recuerdo a Miguelito, el amigo de Mafalda, que caminaba en silencio al saber que en el otro lado del mundo estaban durmiendo. Imagino a muchos otros trabajando mientras otros dormimos a unos pisos de distancia. La ciudad nunca duerme del todo. Médicos y enfermeros de guardia; taxistas que recorren la ciudad bajo las luces de las farolas; albañiles que deben terminar una obra contrarreloj; policías, guardas de seguridad y bomberos que velan por los ciudadanos; redactores de prensa y periodistas radiofónicos, alerta ante cualquier primicia que puedan arrebatar a los otros; barrenderos que limpian los deshechos para que la ciudad siga siendo turística y acogedora al día siguiente; transportistas y reponedores del mercado; desafortunadas mujeres en clubs de alterne, abriendo sus piernas a la noche. Tantos oficios diversos como los del día.

Pero luego están los que no trabajan por la noche, ni tampoco de día. Que por la noche apenas duermen, ni lo hacen durante el día. Caminan por nuestras calles, que también son suyas, en el desamparo de la soledad y la tristeza. Gente con una historia de un pasado, con un futuro poco alentador si la caridad no trata de cambiarlo. Vagan aquí y allá con sus bicicletas roídas, los palos ganchudos rebuscando en la miseria. Carritos de la compra, carritos de bebé modificados, carros de la compra que alguna vez llevaron comida, pero de eso hace mucho. Bolsas y cajas de cartón son su casa, objetos viejos y ropas sucias sus pertenencias. Los vemos pasear con la mirada perdida a nuestro lado y pensamos que somos afortunados por no estar nuestros papeles intercambiados, la lástima y la pena nos invade, pero pocas veces hacemos algo por cambiarlo.

Si el mundo ha de mejorar, que sea yo el que empiece a hacerlo. Que cuando me vuelva a meter en la cama piense que he hecho algo por el que está ahí fuera y no tiene un lugar donde dormir, salvo un banco en algún paseo, un cajero abierto durante la noche o una repisa donde cubrirse del aire nocturno gélido y húmedo. Llegan las Navidades, y el espíritu solidario crece en nosotros; ojalá dure más que las desvirtuadísimas fiestas navideñas, convertidas en un apogeo de consumo y despilfarro en beneficio de comercios y grandes superficies.

Y mejor no hablar de sueños, esos que tan de moda están ahora, con la Lotería. ¿Qué sueños tienen ellos, mas que poder vivir un día más. O no. Demos gracias por lo que somos y tenemos, y movámonos porque ellos puedan darlas algún día.

Si queremos, podemos. 




Debajo del puente del río hay un mundo de gente, abajo, en el río, en el puente. Pedro Guerra.


domingo, 13 de noviembre de 2011

Protagonista de tu vida.

No es esta una imagen de la cual asombrarse por su espectacularidad, belleza y originalidad. La mayoría la dejará pasar de largo sin fijarse en la vieja farola que se pierde en el medio de la escena, o en los dos pueblos que se ven más allá de la balsa verdosa. Apenas repararán en el gran pino que preside la fotografía y pensarán que hacía un día nublado y triste.


Sin embargo, unos pocos esbozarán una sonrisa en su boca y recordarán con claridad vivencias y tiempos pasados en aquel lugar, donde el tiempo se detiene para dejar espacio a la imaginación y a la vida. A la imaginación porque allí suceden cosas que se crean para ser y tomar forma sólo donde deben hacerlo. A la vida porque si para algo fue creado el albergue fue para ser vivido y disfrutado. De igual manera que un jarrón sin flores es tan sólo un objeto ornamental, el albergue sin aquellos que lo hacemos propio no sería lo mismo.

Si me pusiera a contar las veces que he ido a Viver, pasaría de largo la treintena, y sin embargo hasta ayer no había tomado una foto como esta. Los que hemos disfrutado el albergue sabemos bien que el Mirador es un lugar único, porque allí se tienen buenas vistas del paisaje que lo rodea, de Jérica y Viver, con frondosos pinares envolviéndoles. Pero es por la noche cuando la calma te invade bajo un manto de estrellas, el instante en el cual cobra esa magia que tiene. Ante ti flotan las letras y la melodía que cuentan que siempre hay mil millones de estrellas en esta noche que ahora negra ves, y te sientes pequeño ante la inmensidad. Este es un lugar especial que nos brinda esa oportunidad. Unos escalones de piedra envejecidos por el tiempo, las lluvias y el viento, una valla roja de metal oxidado y una fea farola verde, que en conjunto se transforma en un todo inolvidable, con un valor incalculable. Al fin le hice justicia y lo capturé tal y como es, sin gente, inmóvil en el tiempo, a la espera de que pronto alguien le visite de nuevo, y disfrute de sus vistas.

Bien es sabido que mi memoria es corta y poco fiable, y haciendo un ejercicio por recordar momentos pasados allí me cuesta evocar historias de cuando aún era confirmando o niño de post-comunión. Sí, de estos últimos años afloran historias de muchas acampadas y campamentos, pero temo que se vayan olvidando en el tiempo, como tantas otras. Me invade cierta sensación de desasosiego al pensar que aquellos recuerdos sólo volverán con las fotografías y las conversaciones con los que he compartido historias en Viver.

Por ello, pienso que he de sentirme más protagonista de esta vida que es mía, y de nadie más. Disfrutar cada instante, cada encuentro, cada lugar y cada gente conocida, que aunque algún día sean olvidados pueda decir que fui yo quien lo viví. Si no lo hago yo, ¿quién lo hará?. La vida es un regalo, y como tal hay que abrirlo, mimarlo y agradecerlo. Siento que he perdido algunos años, no hablo ahora por la pérdida de los recuerdos, pero hay que mirar hacia delante y mantener el nuevo rumbo. Que sea Letras para recordar un lugar para grabar mis memorias y fortalecer la hoja de ruta.



Así pues, como el Mirador en la fotografía, sintámonos protagonistas de nuestras vidas, y que el recuerdo nos mantenga en los demás, aunque se el tiempo nos borre nuestra memoria.



lunes, 7 de noviembre de 2011

Buscando letras para una imagen.





Hay días en los que una imagen te conmueve,
con dejar reposar los dedos sobre el teclado las palabras salen solas. 

Hay otros días en los que una captura como esta te habla de muchas formas, 
pero por mucho que buscas no encuentras las palabras oportunas.


Llevo 5 días con el borrador de esta foto esperando ser escrito, y muchas ideas me vienen a la mente, mas ninguna me acaba de arrancar las palabras en mis dedos. Y sin embargo, la estampa habla.

Habla de la inmensidad del mar, de lo insondable de sus aguas, y me trae recuerdos de la mitología de Tolkien, donde describía con un arte incomparable la primera vez que los elfos descubrían el mar. Ante algo tan inmenso, ¿cómo no sentirse pequeño?, ¿cómo no sentirse atraído por él?.

Habla de la fuerza de la naturaleza, que se rige por fuerzas invisibles y vientos que lo moldean todo. La naturaleza nos envuelve y cautiva, a pesar de que vivimos en el ruido y el ajetreo constante de las ciudades. Quizá deberíamos salir a encontrarnos con ella más a menudo.

Habla de los peligros que acechan al hombre, simbolizado por todas esas blancas piedras que se ven temporalmente protegidas por rocas más grandes y duras. Muchas veces permanecemos quietos, a la espera de acontecimientos, sería mejor salir a su encuentro y afrontarlos.

Habla de viajes en barco por el mundo, de placer y descanso, o de la durísima faena en el mar, pescando para poder sobrevivir. Qué distinta la vida relajada del navegante ocioso del, a mi modo de ver, más duro oficio del hombre: faenar en mares incontrolables en frágiles trozos de madera, cuando el sol aún no ha aparecido en el cielo y el frío y la lluvia percuten y empapan tu cuerpo.

Y habla del misterio del mundo y su creación. ¿Quién puso esos mares ahí? ¿Quién nos creó a nosotros, para que los viéramos? Ante tales preguntas, muchas respuestas. Que cada uno se crea la suya, que la mía ya me cuesta creerla.


Sigo sin pensar que estas letras hagan justicia a esa imagen, pero qué le voy a hacer, aún soy joven en el arte de escribir...

jueves, 27 de octubre de 2011

Flores para combatir un virus.

Hace ya muchos años, 29 y 34, hicieron sendas transfusiones de sangre a nuestra madre, tras cada una de las dos cesáreas que se le practicaron a nuestra madre para que mi hermano y yo fuésemos ahora Rafa y Pablo.

En una de ellas, además de transferirle la sangre necesaria le transmitieron virus hepatótropos C, que son aquellos que provocan la hepatitis C. Pasaron unos cuantos años hasta que se manifestó la enfermedad. Algún recuerdo tengo de aquel verano que me contaba mi padre con palabras para un niño de 6 o 7 años por qué la mamá estaba tumbada al sol todo el día, descansando en el jardín del chalet algo pálida y cansada. Aquel episodio quedó atrás, duró tan sólo unos meses, y continuó con su vida abstemia y regulada, cuidándose siempre de no recaer de nuevo. 

Llegó un día en que un amigo médico explicó a mis padres la existencia de un tratamiento para la enfermedad, duro y largo en muchos casos, y que tan sólo en la mitad de los ellos lograba vencer a la infección. Se pusieron en contacto con un doctor con larga experiencia en este tema y decidió al fin enfrentarse a todo lo que tuviese que llegar, y comenzó el tratamiento.

De esto hará ahora dos años por estas fechas, la terapia constaba de un pinchazo a la semana y pastillas como apoyo, a las que más tarde se le añadirían más inyecciones para suministrar hierro a su cuerpo. No hay palabras para describir la fuerza de voluntad que tuvo para superar día a día, semana a semana y mes a mes cada uno de los efectos secundarios que le provocaba la lucha que se encarnizaba dentro de ella. Angustias constantes, fiebres de un día de 39 y 40 grados, sequedad en la piel, dolores de huesos y calambres en los músculos, caída de cabello, cansancio y mareos... El proceso iba lento pero favorablemente, y en vez de durar un año "nada más" se alargó durante 6 meses eternos, pero con la esperanza siempre delante de que el tratamiento acabaría por vencer al virus. Al fin, en abril de este año, dejó las inyecciones y las pastillas, a la espera de un resultado definitivo medio año más tarde.




Hoy ha sido el día, el que tendría que haber sido día de alegría y celebración, pero no ha sido ese día. Si bien mi madre superó y venció a todas las adversidades habidas y por haber, el virus no abdicó del todo, y se escondió en algún lugar del cuerpo donde refugiarse de la tormenta química. Se escondió y engañó a los análisis que aún no eran definitivos, para rearmarse de nuevo y reaparecer, un tiempo después.

Son para ella pues estas flores, que han traído Isi y Rafa, con África dentro de ella, en nombre de los 5. A partir de marzo, empezaremos la segunda y definitiva guerra. Con estas flores, seguiremos combatiendo el virus. Ánimo, mamá.


Sirva también este ramo de regalo para todas las madres del mundo, que luchan día a día por sus hijos y maridos. Madre, sólo hay una...





domingo, 23 de octubre de 2011

Jugando a ser militares.

¿Por qué será que a tantos hombres nos atraen las armas?

Pensémoslo, cuando éramos niños jugábamos a menudo con pistolitas de plástico, o poniendo la mano con forma de revólver con el pulgar señalando hacia arriba, gritando ¡pum, piñau! y corriendo cuanto más nos permitían las piernas, persiguiendo a nuestros primos, hermanos y amigos.

Si veíamos una película del oeste en verano, esas que Canal 9 repetía una y otra vez, nos quedábamos embobados mirando al héroe que salva a la chica y que echa a los villanos del pueblo y los encierra. Todos queríamos ser él en ese momento, cuando no imitábamos a los indios con sus rudimentarias armas, esos maravillosos arcos de madera que lanzaban flechas emplumadas directas a las gargantas de los enemigos. Nos compraban réplicas en plástico barato con flechas apuntaladas por una ventosa, que intentábamos clavar en paredes, dianas o frentes de nuestros pacientes padres.

Luego crecimos y conocimos las maquinitas de recreativo, que te brindaban la posibilidad de usar una pistola, también de plástico, que tenía retroceso y hasta vibraba con cada disparo. Más tarde, cuando el paintball se convirtió en casi una moda, muchos queríamos jugar aprovechando cualquier cumpleaños o despedida de soltero.

Hoy, que he vuelto de jugar una nueva partida de airsoft con Luis y sus amigos, me he parado a pensar qué nos atrae todo esto, y por qué en especial a nosotros, los hombres, y no tanto a las mujeres. Si bien estas partidas que tratan de seguir con fidelidad las batallas -por la equipación completa y las tácticas- aquí no hay más herida de guerra que un rascón con un matorral de pinchos, algún moratón de alguna caída y poco más, en la guerra real la menor herida que te puede hacer una bala despierta un dolor apenas imaginable y te hace sangrar, cuando no te mata. En estos años en los que nos toca vivir a los jóvenes, tenemos la suerte de conocer tiempos de paz en la mayoría de Europa, aunque por desgracia la violencia armada se cuela por los barrios más desfavorecidos y las ciudades más deshumanizadas, en ocasiones por culpa de las drogas y el poder.

Ah, el poder, el gran enemigo del hombre, que sólo trae deseos de mayor poder, mayor riqueza, mayor control sobre los demás. Lo vemos en la revuelta del mundo árabe, en todos esos países que al fin gritan libertad, y se lanzan a la calle clamando por ella. Pero cómo conseguir la libertad, si la opresión del poderoso no te lo permite. Y ahí es donde comienzan las guerras más crueles, cuando se ansía por encima de todo ser más que el de al lado, y poder subyugarlo bajo tu mano terrible. Es entonces el momento de coger las armas y enfrentarse al dictador injusto, a la autoridad inclemente, y pelear por liberar a tu pueblo hasta las últimas consecuencias. 

Luego, cuando lo consiguen, lo celebran con himnos y cánticos de libertad, en medio de una desolación y una destrucción a la que se han visto arrastrados tras el período de lucha. Atrás quedan muchos caídos y más heridos, huérfanos y viudas, familias destrozadas y amigos velando por sus seres queridos. ¿Por qué ha llegado el hombre a crear esto? ¿Seremos, como decía Rousseau, nuestro propio lobo, nuestra propia destrucción?.

Nosotros, lejos de todos esos sufrimientos y dolores, nos enfundamos los uniformes y cogemos nuestras réplicas, y nos vamos a simular batallas en montes y lugares abandonados. Y cuando nos hieren con una bolita de plástico de 3 milímetros levantamos la mano y nos retiramos, para volver a la partida en la siguiente ronda. Corremos loma arriba y abajo, liberamos adrenalina y nos cubrimos unos a otros en silencio, acechando a nuestro enemigo, con la tensión de no dejar que nos vea en ningún momento. Será la emoción de la caza, el lenguaje mímico del sigilo, el instinto de supervivencia, lo que nos hace querer volver otro día para jugar de nuevo a ser militares. Eso no es la guerra, no lo es...

Ojalá todas las balas fueran de plástico, y todas las muertes pudieran resolverse levantando la mano y esperando una nueva oportunidad.



sábado, 22 de octubre de 2011

Valenciano, y Almenar.



La luna desde mi ventana.
Empiezo engañándonos a todos, pues esta no es una foto que hiciera anoche sino de hace unos meses, pero qué mejor tema para inaugurar este blog que hablar del lugar que habito, y qué vista desde mi ventana mejor que la del atardecer de aquél día.

Nací cerca de aquí, hace poco más de 29 años. Y fui afortunado desde el primer momento.

Primero por nacer en Valencia, para mi, la joya del Mediterráneo, ciudad cálida y acogedora, fallera y con gastronomía propia. No hace falta decir que, como Vygotsky estudió, en el desarrollo de la persona influye en gran medida el contexto social e histórico que le rodea. Así, yo nací valenciano, y me he empapado de sus costumbres y sus gentes, de lo que representa ser de la "terreta".

Y en segundo lugar, y no por ello menos importante, por formar parte de la familia en la que he crecido. Quien tiene la suerte de conocer a mis padres y hermano, sabe bien de qué hablo. Si en algo hicieron hincapié desde el principio, fue en la educación de sus hijos, en Rafa y en mi, y ese es el mayor tesoro que puede tener un niño, por encima de juguetes y demás naderías que tanto les dispersan a menudo. Porque si bien la amistad muchos dicen que es el mayor tesoro, para descubrirla y cuidarla se ha de saber cultivarla, y los valores para lograrlo han de ser aprendidos a través de la educación. Educación proviene de educare, que significa dirigir, encaminar, doctrinar; y no tanto en cuanto a conocimientos académicos, sino a la forma de formarse como persona. Somos lo que somos por quienes nos educaron y nos rodean.

Cada anochecer, desde mi ventana, recuerdo que esa luna es la Luna de Valencia, y cada vez que entro en casa veo un marquito con un esmalte que reza "Sres. de Almenar".

Y doy gracias por ambos símbolos.


viernes, 21 de octubre de 2011

De las letras para una imagen.

Vigésimo primer día de Octubre de 2.011. 

Hoy, por fin he decidido crear el blog que desde hace tiempo tenía en mente. No soy hombre de contar mis intimidades a cualquiera, ni docto en el arte de escribir, pero a veces hay cosas que siempre están bien compartir, y este puede ser un buen lugar.

Letras para una imagen, porque siempre se ha dicho que una imagen vale más que mil palabras, y yo precisamente quiero ponerle algunas pocas a aquellas imágenes que capte en el día a día. En esta era de la tecnología, donde los teléfonos tienen mejores cámaras que las compactas que usábamos hace una década, se nos abre la oportunidad de capturar cualquier instante y poder compartirlo ipso facto en tantas redes sociales que nos rodean.

Pero en esos lugares las imágenes pasan desapercibidas entre muchas otras, y no sirven para pensar que, sean o no las capturas de una belleza y calidad incomparable, muestran un instante único e irrepetible, guardado en la memoria para ser almacenado.

No soy experto en fotografía, ni escritor experimentado, pero intentaré plasmar en cada entrada una imagen que crea interesante por cualquier motivo y relacionarlo a través del texto con ese momento concreto, con lo que ha venido antes y con lo que aún está por llegar.



La foto de fondo la hice en un viaje con la familia y tres amigos a Nueva York. El instante en el que apareció la niña, tan pequeña, en contraste con los colosales rascacielos, dio a la foto un nuevo sentido.