martes, 27 de diciembre de 2011

Padre, hija, abuela.


¿Qué se puede decir ante una imagen como ésta?



Es injusto que falten las manos que más han cuidado esas manitas preciosas durante nueve meses. Pero no estaban lejos, apenas a medio metro. Descansando en la cama, mirando con media sonrisa cansada y feliz. Sólo ella puede sacar fuerzas de donde no las hay, superando los dolores y el peso del cuerpo agotado. Está como en otro mundo, fuera de nuestro alcance, donde seguramente el amor hacia una hija hace brotar la energía necesaria para superar las adversidades.

Desde la cama, de lado, ve a su niña con su padre, que con sonrisa boba aún trata de asimilar que es su hija, mientras coloca la manopla en la mano con cuidado. Qué fragilidad se siente, qué inocencia, qué alegría.

Luego se besan tiernamente, mamá y papá, y el mundo parece pararse en ese beso. Es suyo, les pertenece, nada ni nadie puede arrebatárselo. Ahora lo comparten con el mundo en forma de personita. Son, por fin, una familia. Mamá, papá, hija. Junto a ellos contemplan el marco los abuelos y tíos, emocionados, felices, uno más en la familia, y en Navidad.

Eso vería todo aquél que pase por la puerta, dos familias unidas en una nueva, tres generaciones en una misma habitación.

Así es el marco de esta imagen. Hoy apenas puedo escribir mucho más, porque como es injusto que falten esas manos, las palabras harían lo mismo con lo que siento.


Bienvenida, África. Te quiere, tu tío.


jueves, 15 de diciembre de 2011

El continente olvidado.

Paco, la persona con el corazón más grande que he conocido jamás. Hermano de sus hermanas, hijo amado de sus padres. Se fue hace mucho de casa lejos, muy lejos, al otro lado del charco, a vivir su vida. Abandonó la casa y el hogar para emigrar a tierras desconocidas y dejar todo por una llamada. Como ya dijo un gran amigo, no una llamada sólo de Dios, sino también del mundo. Respondió mochila al hombro, y allá se fue, en busca de quien le llamaba, a conocerlo cara a cara y a descubrirlo como es.

Dejó la comodidad y el calor de Valencia, por la calidez de los que le acogieron y le dieron una hamaca  de tela donde dormir.
Dejó a sus padres y hermanas, por los que sentía que eran sus hermanos, los más pobres.
Dejó sus pertenencias y bienes, por un macuto de lona y escasa ropa.
Dejó sus costumbres y cultura, por encontrarse y conocer nuevas vivencias y formas de vida.
Dejó sus libros y cuadernos, pero se llevó su memoria y los dos testamentos.
Dejó una puerta cerrada a formar una familia propia, por niños sin padres que le quieren como suyo.
Dejó todo esto y mucho más, por todo aquello que le dio Brasil.

Esperando a África...

Pero luego dejó Brasil, por Mozambique, en el que llama el continente olvidado: África. Y todo lo que dejó lo cambió por lo nuevo que llegaba una vez más. Mismo macuto, mismas ropas, mismos libros y más memorias, pero distinta familia. Pronto volverá de nuevo al Amazonas, y se reencontrará con lo que allí sembró.

Cuando algún día, un año de estos -que esperamos sea cuanto antes...- vuelva por Valencia por un tiempo, se encontrará con que la familia que forma ha crecido. Conocerá otra África, ésta más pequeña que la otra, pero frágil también, a su manera. Pero ésta África no será olvidada, ni mucho menos, pues tendrá dos padrazos como dos soles, y cuatro abuelos que se la comerán a besos y cariños, y 5 tíos que la cuidarán como si fuese su hija. Todo eso, y mucho más.

El mundo necesita más Áfricas como la recién nacida, felices y amadas. Pero también necesita conseguir que la otra, la vieja, colosal y casi olvidada, renazca de nuevo, amada y querida por todos.


Paco cuidará de ambas como si fuesen suyas. 


sábado, 3 de diciembre de 2011

María.

María se encorvaba sobre sí misma, bajo el peso de los años y sus frágiles huesos, acercándose al hijo de su sobrina. El niño jugueteaba nervioso con su piano electrónico, creyéndose un virtuoso del verdadero instrumento de cola. No dejaba de moverse, inquieto como siempre, el pelo liso y rubio acompañando sus rítmicas sacudidas. Intentaba una y otra vez tocar la melodía de despedida que sería de bienvenida aquella noche, su hermano volvía de un largo viaje, y quería recibirle con la tonadilla bien aprendida. Quería sentirse Chopin ante la familia.

Con un ojo en el revoltoso pianista, se afanaba en una de sus labores favoritas, la costura. Un remiendo por aquí, otro cosido por allá, y la prenda lista de nuevo para ser restregada por el suelo del parque. Eran días de verano, y se escapaba de su pequeña casita para acompañar a la familia aquí y allá, echando una mano donde fuese necesario. Su vida era un constante dar, vivir en la sencillez y la caridad, desviviéndose por los que le rodeaban. En silencio y siempre afaenada, aliviaba el día a día de los demás, así era ella. Acabó su labor y preparó las cosas. Bañador, toalla, cubo y pala, crema solar, gorrito. Allá abajo la playa era lamida por el mar con cada ola, mientras bajaba la marea. Era un buen momento para bajar, cuando el viento empezaba a agitar el pelo y la ropa tendida.

Dos figuras igual de delgadas atravesando la arena, una sonriente, calmada y tierna; la otra nerviosa y con ganas de comerse la playa entera. Hacían castillos con fosos poco profundos, volcanes que echaban humo al prender los periódicos en su interior. Paseaban arriba y abajo entre chapuzón y chapuzón. Sólo cuando las horas anunciaban la hora de comer entraban de nuevo en el recinto, para quitarse la arena que les rebozaba y nadar un rato en la piscina. Después, a lo de siempre, ducha para él, cocinitas para ella.

Por las tardes hacían los deberes juntos, merendaban bollos del horno del pueblo y leían el catecismo. Al terminar, se prepararon para la llegada de los demás, y marcharon todos a cenar, para celebrar el regreso.

Así pasaba los días María, con los que no eran hijos ni hermanos, sino sobrina y sobrinos-nietos. Ellos le querían con locura, pues era una mamá más, solo que con más años y más encorvadita. Les enseñó a vivir en el amor a los demás, como ella hacía, y a tantas otras cosas como sólo los abuelos hacen.

Las vistas del salón, el mar de fondo.

Ahora nos queda de ella los recuerdos en la mente, y los polvorones en Navidad. Se acercan las fechas de las reuniones familiares con los dulces en el centro de la mesa; sin los polvorones de la tía María no sería lo mismo. Ayer, fuimos al apartamento del Perelló, Ulises, para recoger los últimos trastos antes de empezar las obras que se llevarán por delante paredes y techos, pero no los recuerdos.

Para mi, Ulises es el lugar donde más tiempo pasé con la tía, a la que quise como a una madre. A menudo la recordamos aquí y allá con sus quehaceres, con su sonrisa, toda ella. Sonreímos por ella...



Por mucho que cambie la casa con las obras jamás olvidaré que allí nos cuidó y mimó, como a unos hijos, como su familia.