María se encorvaba sobre sí misma, bajo el peso de los años y sus frágiles huesos, acercándose al hijo de su sobrina. El niño jugueteaba nervioso con su piano electrónico, creyéndose un virtuoso del verdadero instrumento de cola. No dejaba de moverse, inquieto como siempre, el pelo liso y rubio acompañando sus rítmicas sacudidas. Intentaba una y otra vez tocar la melodía de despedida que sería de bienvenida aquella noche, su hermano volvía de un largo viaje, y quería recibirle con la tonadilla bien aprendida. Quería sentirse Chopin ante la familia.
Con un ojo en el revoltoso pianista, se afanaba en una de sus labores favoritas, la costura. Un remiendo por aquí, otro cosido por allá, y la prenda lista de nuevo para ser restregada por el suelo del parque. Eran días de verano, y se escapaba de su pequeña casita para acompañar a la familia aquí y allá, echando una mano donde fuese necesario. Su vida era un constante dar, vivir en la sencillez y la caridad, desviviéndose por los que le rodeaban. En silencio y siempre afaenada, aliviaba el día a día de los demás, así era ella. Acabó su labor y preparó las cosas. Bañador, toalla, cubo y pala, crema solar, gorrito. Allá abajo la playa era lamida por el mar con cada ola, mientras bajaba la marea. Era un buen momento para bajar, cuando el viento empezaba a agitar el pelo y la ropa tendida.
Dos figuras igual de delgadas atravesando la arena, una sonriente, calmada y tierna; la otra nerviosa y con ganas de comerse la playa entera. Hacían castillos con fosos poco profundos, volcanes que echaban humo al prender los periódicos en su interior. Paseaban arriba y abajo entre chapuzón y chapuzón. Sólo cuando las horas anunciaban la hora de comer entraban de nuevo en el recinto, para quitarse la arena que les rebozaba y nadar un rato en la piscina. Después, a lo de siempre, ducha para él, cocinitas para ella.
Por las tardes hacían los deberes juntos, merendaban bollos del horno del pueblo y leían el catecismo. Al terminar, se prepararon para la llegada de los demás, y marcharon todos a cenar, para celebrar el regreso.
Así pasaba los días María, con los que no eran hijos ni hermanos, sino sobrina y sobrinos-nietos. Ellos le querían con locura, pues era una mamá más, solo que con más años y más encorvadita. Les enseñó a vivir en el amor a los demás, como ella hacía, y a tantas otras cosas como sólo los abuelos hacen.
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Las vistas del salón, el mar de fondo. |
Ahora nos queda de ella los recuerdos en la mente, y los polvorones en Navidad. Se acercan las fechas de las reuniones familiares con los dulces en el centro de la mesa; sin los polvorones de la tía María no sería lo mismo. Ayer, fuimos al apartamento del Perelló, Ulises, para recoger los últimos trastos antes de empezar las obras que se llevarán por delante paredes y techos, pero no los recuerdos.
Para mi, Ulises es el lugar donde más tiempo pasé con la tía, a la que quise como a una madre. A menudo la recordamos aquí y allá con sus quehaceres, con su sonrisa, toda ella. Sonreímos por ella...
Por mucho que cambie la casa con las obras jamás olvidaré que allí nos cuidó y mimó, como a unos hijos, como su familia.